martes, 22 de marzo de 2011

Elena

Huele a polvo y a enfermos. Un hombre intenta fregar el piso con una sola mano, porque le falta la otra. En realidad sólo distribuye más la mugre en el azulejo blanco con la humedad del trapeador. Esperamos pacientes a que llegue Elena.

Y ahí está, una mujer de ojos hondos. Aprieta la mano cuando saluda. Habla fuerte y habla claro, pero dice que la cámara la pone nerviosa. No le creo. A Elena nada le espanta.

Nos sentamos en el dormitorio principal del asilo para enfermos desamparados que dirige, porque no hay otro espacio en donde se pueda hacer la entrevista. A nuestro lado, Anita, una anciana sorda a la que el cáncer le carcome los órganos sin tregua. Duerme en su cama mientras platicamos, aislada del mundo, refugiada en un profundo silencio.

Entonces me cuenta Elena: en el asilo “Casa Árbol de la Vida” viven enfermos terminales o no, pero siempre abandonados. Contagiados, atacados, infectados... y solos. No tienen a nadie que vea por ellos. Algunos terminan ahí porque sus familiares llegan, tocan el timbre, los dejan tirados en la banqueta y salen corriendo.

Elena abre la puerta y encuentra al inerme en la calle esperando ayuda. No sabe decir que no. Ya no caben en su asilo, pero ¿cómo se le niega techo a un joven con parálisis cerebral del que su familia ya no quiere saber nada?

Y ¿para qué los recibe? Para esperar la muerte. Para ver la vida pasar. Para estar. Poco más puede hacer Elena por ellos. Ella no es doctora, ni tanatóloga, ni enfermera. Sólo está comprometida con los otros.

En este lugar habita la muerte. Pocos la conocen mejor que Elena, porque la muerte es – me dijo – su pan de cada día. La gente pasa años en su asilo, sin proyecto ni horizonte, sólo aguardando el final. A veces, postrados en una misma cama, luchando diariamente contra un dolor insoportable. Y, como es ley de vida, siempre la espera termina.

Sin importar la enfermedad, Elena asegura que la desolación es la que mata. “Sólo que ese es un diagnóstico que los certificados médicos no pueden registrar, pero la gente se muere de tristeza”, dice y le creo.

Larga entrevista. ¿Cómo se mantiene este lugar? ¿Cuántos enfermos abandonados le llegan al mes? ¿Cuántos mueren?

¿Qué piensa de la vida esta mujer que no se deja engañar por la muerte?

Mientras me platica cómo es que su padre abrió este refugio y luego ella lo heredó, yo pienso en la dualidad del lugar. Aquí cohabitan lo peor y lo mejor del hombre: el abandono y el desprecio, con el compromiso y la entrega desinteresada.

Veo a Elena y entiendo que el mundo funciona gracias a un delicado orden. Sólo una delgada hebra sostiene al planeta en una pieza. Sólo el compromiso de unos con otros, un hilo de plata que nos conecta con el bien más allá de todo. Sólo la gente como Elena.

De pronto queda claro. Hay días así.

martes, 1 de marzo de 2011

Un manojo de luz

Todas las mañanas, y luego todas las noches, entramos al mundo de los encabezados y la tinta negra. La tierra de los periódicos y de los noticiarios que traen consigo a los muertos y sus miedos. Información que pudre el ánimo. ¿Algo bueno sucederá en México?, pensamos. Parece ser que negro es el color.

Y como a nadie le gusta vivir sin albor, mejor partimos. ¿Qué se hace en un lugar en el que rige la desgracia? Gabriela Warkentin recuerda la anécdota de un estudiante en una conferencia en donde el profesor preguntaba quiénes se irían de México si pudieran, y sólo dos personas no levantaron la mano. La comunicadora remata diciendo: “¡ya vámonos todos, el último que apague la luz!” (1).

¿Cuál luz?, preguntaría alguno. Si aquí van más de 22 mil muertos por la guerra contra el crimen organizado. Aquí, ser mujer significa tener sólo siete años de escolaridad promedio. Hay 23 millones de personas en este país que viven con 20 pesos al día; y uno de cada cinco mexicanos de entre 25 y 35 años ya se fue a Estados Unidos. Ninguno apagó la luz que no encontró.

Dice Denise Dresser que “México vive obsesionado con el fracaso. Con la victimización. Con todo lo que pudo ser pero no fue. Con lo perdido, lo olvidado, lo maltratado” (2). Y yo digo que no es para menos.

Pero tomar carretera y manejar sin rumbo sugiere lo contrario. Uno lee las noticias mientras allá afuera están los montes y su impertinencia delineando el cielo; un par de nubes blancas acentuando su intenso azul, como si no se enteraran de lo que pasa.

¿En serio nuestro país es sólo un desfile de desdichas? ¿Estamos seguros de que todo es negro? Yo no. Yo veo también a las indígenas otimíes Teresa y Alberta vestidas de colores después de haber estado más de tres años en la cárcel. A las dos se les nota la esperanza y la contagian con la fiesta de sus labios. Ninguna exige dinero para remediar el daño causado por haber estado presas injustamente. Sólo piden lo elemental: una disculpa.

En esa historia veo además a los jóvenes abogados que por convicción defendieron a estas dos mujeres, y a Jacinta, para sacarlas de la prisión inmerecida. Porque no les gusta la prepotencia y no planean limitarse a leerla en los periódicos. Suerte la de uno vivir en el mismo país que ellos.

Suerte la de Ángeles Mastretta prender su tele en el instante en que un joven de Chalco intenta alcanzar sus propiedades que flotan entre las aguas negras y declara al reportero su certeza de salir adelante, después de esa desgracia. Suerte la de uno que puede leer la entrañable prosa de esta escritora narrando al héroe: “un haz de luz que habla en mitad de una catástrofe sin dejar tiempo para una queja. Ni contra la naturaleza, ni contra su destino, ni siquiera contra el gobierno a quien todos culpamos de todo, tiene él un reproche” (3). Sobra decir que tanto las letras de ella como la valentía de él son mexicanas.

México no es sólo el territorio que se pelean los políticos con votos, y los narcos a balazos. Menos aquello que señalan los diarios. “La patria es el sabor de las cosas que comimos en la infancia”, dice un proverbio chino. Por eso los recuerdos también son patria:

Voy con mis hermanos sentado en la caja de la camioneta pick up que duró con mi papá lo que duró mi infancia. Traigo una cachucha puesta y noto que se me está aflojando con el viento mientras avanzamos. Me gusta tentar al destino. Apuesto con mis hermanos a que no se me cae y les divierte la idea. En el fondo, todos queremos que se me caiga y sentirnos traviesos. Al final, sale la gorra volando en espiral hasta caer en mitad del camino. Los tres, alarmados, le gritamos a mi papá con nuestra voz de niño para avisarle de la pérdida y él se orilla con humo en los ojos. No es la primera vez que pasa. A nosotros se nos sale una risita nerviosa, de esas que explotan adentro del cuerpo, sin abrir la boca, para no salir con modalidad de carcajada en medio de un regaño. Bajo corriendo por mi gorra.

Y entre regaños y abrazos está la imagen de mi madre haciéndome cosquillas en la espalda. No le puedo ver la cara por la posición en la que estoy, pero eso es lo de menos. Sus manos tibias y su voz bastan para intentar resolver juntos el mundo.

Tan distinto el mío del de mi abuelo, recargado en el tronco de un fresno, abrumado por le calor de una tarde de trabajo en el campo. “Este condenado árbol ya está desquitando todo el trabajo que le puse”, dice y suelta su aguda y característica risa. Sin duda la sombra de un árbol se agradece más cuando costó cuidarlo. El olor a alfalfa de su ropa, su sabiduría campirana, el ácido en su sentido del humor y lo echado para delante de este viejo de 83 años, igual son patria. Qué duda cabe.

Hay mucho que rescatar. Relatos propios y ajenos que compensan todo lo que no gusta. Cada quien tiene su lista de recuerdos y olores (2). Cada quien sabrá a qué historias acudir para tomar ejemplo y sentirse orgulloso de que en México sí hay luz y no habrá último que la apague.

Simple y llenamente, hay momentos en que el mundo se transparenta y uno ve lo lleno que está el vaso. Hay días así.

mayo 2010


1. Gabriela Warkentin, columna ‘Tribuna’, El País.
2. Denise Dresser, Discurso ‘Los que mueven a México’
3. Ángeles Mastretta, columna ‘Puerto Libre’, Nexos.