martes, 27 de agosto de 2013

De nostalgia y cosas peores

La sola idea de emigrar espanta. A quién no. Más cuando el viaje es inminente.

Asusta que el pecho presione y el estómago se encoja. La expectativa abruma y la nostalgia es un puño que aprieta porque no caben más recuerdos.

En una de las pocas entrevistas que le han hecho, el Papa Francisco terminó hablando de los migrantes. Sus padres mismos fueron inmigrantes italianos en Argentina. El entonces Cardenal de Buenos Aires dijo al periodista Serguio Rubin: “todo migrante se enfrenta a la tensión nostálgica”.

La palabra nostalgia – del griego nostos algos – tiene que ver con el ansia de volver al lugar. De esto habla La Odisea. Homero, a través de Ulises, marca el camino de regreso al seno de la tierra, el regreso a casa.

Es una dimensión humana. Todo migrante sufre el desgarro de la patria, el desarraigo del origen, el deseo de vuelta. Pero al mismo tiempo se siente la esperanza, la ilusión, el optimismo ante el futuro. Y además, lejos de romanticismos, también está la necesidad, que no se siente pero se vive. He ahí el motivo real por el cual miles emigran cada día, atrás lo dejan todo a pesar de todo, y hacen futuro en otro sitio.

Tal vez por eso la nostalgia más honda y dolorosa radica en el haber querido, pero no haber podido volver.

La nostalgia del pasado, ese tiempo en el que nada de esto hubiera importado, porque, simple como uno era, no lo hubiera pensado.

Pero hoy: cuántas cosas se sienten antes de partir. Hay días así.

viernes, 13 de abril de 2012

Un poquito de política

Quedan 77 días de campaña electoral en México y todavía son muchos los indefinidos. La encuesta GEA ISA los coloca cerca del 26%. Algunos, espero que la mayoría, siguen inciertos por exigentes. Aún nadie los convence. Otros, esto es lo grave, porque no les interesa.

Tengo la impresión (sólo eso, una impresión) de que cada vez nos importa menos la política. Sobre todo a los jóvenes.

¿Qué es eso?, decimos. Aquello de la política es sólo para unos cuantos. Para esos cuantos que mienten hasta cuando duermen. Pero la gente corriente, nosotros, no podemos hacer nada para que cambien las cosas.

Así que más nos vale vivir lo mejor posible y ganar buen dinerito.

Pero leer a Fernando Savater y su ‘Política para Amador’, sugiere todo lo contrario. El filósofo español cuenta que los antiguos griegos, “a quien no se metía en política le llamaron idiotés; una palabra que significaba persona aislada, sin nada que ofrecer a los demás, obsesionada por las pequeñeces de su casa y manipulada por todos”.

De ese idiotés griego deriva nuestro idiota actual.

La política es el acuerdo con los demás. Y, como vivimos con los demás, elemental es no ser idiotas y ponernos de acuerdo. Coordinarnos entre muchos de lo que nos afecta a muchos.

Lo más importante, tal vez, es que en política planeamos el mañana. Eso que queremos para el futuro lo decidimos, todos, hoy.

Pero hoy es hoy. Leyendo los periódicos. Conociendo a los candidatos, a sus propuestas, a sus equipos. Cuestionándonos y cuestionándoles. Informándonos para votar.

Escribió Albert Camus que “En política, son los medios los que justifican el fin, nunca el fin a los medios". El consejo es claro: no siembres hoy lo que no quieres cosechar mañana.

Ellos, los políticos, que no utilicen ahora la represión para conseguir más libertad; ni más violencia para que un día nos libremos de la violencia; que no mientan para obtener en el futuro credibilidad.

Y nosotros, no vivamos en la indiferencia si lo que queremos es que nos escuchen.

Ya lo sabemos, pero hay días en que es más fácil hacer como que no. En esos días, vale la pena decirnos: ¡No seas idiota! Y que gane el interés.

También hay días así

jueves, 3 de noviembre de 2011

La oscuridad a colores

María ve negro desde que era niña. No conoce al sol ni distingue la luz. Tere sólo ve sombras, percibe el movimiento. A Martín se le fue la vista de un momento al otro; vive del recuerdo de aquel mundo a color que conoció algún día.

Y los tres toman fotografías.

Encuadres perfectos, composiciones únicas, retratos sublimes – imágenes que, quién lo diría, son capturadas a ciegas.

¿Cómo le haces?, le pregunto a María. Ella desliza su bastón en la banqueta y responde fácil: “Preguntando. Uso los ojos de los demás que me dicen lo que hay, y yo apunto la cámara hacia eso que imagino”.

El resultado es un amanecer en la playa como pocos, capturado en una foto. El sol rompe el horizonte y atraviesa al mar. Explota la mañana que María no ve, pero que capta en una imagen para que los demás guardemos ese instante congelado por su cámara.

Una y decenas de fotos más. Excepcionales momentos suspendidos que colecciona en su álbum.

Pero – otra duda de este reportero entrometido - ¿Qué sentido tiene tomar una foto que no podrás ver? Tere, la que ve sombras, sólo se ríe. El arte cobra sentido únicamente cuando se comparte con otros. “Me gusta que los demás me digan que qué bonitas están mis fotos”. Decirle lo contrario sería, de verdad, estar mintiendo.

No hace falta ver para crear. Ellos, los fotógrafos ciegos, todo lo imaginan. Y lo suponen tan bonito, que así sale en sus fotos. Parece magia.

¿Cómo será vivir en un mundo todo negro? ¿Cómo en un mundo de texturas y sonidos, nada más? Lo menos que se requiere – supongo – es valor. Se necesita fuerza para pensar en la oscuridad como el territorio en el que cabe todo lo que no hemos alcanzado. Y tomar fotografías.

Vaya coraje. Pintar el negro de colores sólo con la mente. Ignorar las circunstancias. La ceguera no los detiene. Entonces, ¿qué sí los detendrá?

Pienso que nada.

Suerte la de uno conversar con gente como esta. Hay días así.

jueves, 4 de agosto de 2011

La milicia que crece

Me lo dijo tan fácil como se dicen las verdades cotidianas. Las verdades asumidas. Como tomar aire y exhalarlo. Me lo dijo tan mecánicamente, tan en automático, que no dejó entrever ni la más mínima duda. Así nomás. Con la misma certeza con la que se habla de que el sol saldrá mañana como lo hizo hoy:

“En todos lados hay soldados de las buenas causas”.

Consuela escucharlo.

Justo antes, le pregunté que si era consciente de la importancia de su labor y de la felicidad que devolvía a las familias inconsolables. Y es que Elena fundó una asociación dedicada a la búsqueda de gente desaparecida.

Llegan a ella madres que lo pierden todo cuando pierden a sus hijos. Familias que no encuentran vida cuando no encuentran a un hermano. Padres a los que les falta el aire, cuando les falta una hija. Gente que no se cansa de buscar porque la esperanza, ya sabemos, nunca muere.

Su oficina está escondida en una vecindad, clavada en un callejón de la colonia Portales, al sur de la Ciudad de México. Fotografías de los desaparecidos cuelgan de la pared. El muro está tapizado con imágenes de gente que falta. Su edad. El color de su piel, de su pelo. Un boceto de cómo se verían hoy, años después de su desaparición.

Elena llega veloz y lista para la pelea (¿lo hace en patines?), sin importarle que no ha desayunado. Todos los días se empeña en buscar a los familiares de quienes le piden ayuda.

Algunos de los desaparecidos fueron robados, otros escaparon. Unos más murieron en un viaje pero nadie los reportó. El catálogo de tragedias es infinito. ¿Y el dolor? Yo no lo sé, pero supongo que no hay pena más honda que la incertidumbre. ¿Come o no come? ¿Quién lo tiene? ¿Está esclavizado? ¿explotado? ¿duerme? ¿vive? Cómo saberlo.

Al mes, un promedio de 70 personas llega con Elena a pedir ayuda en la búsqueda de un ser querido. Al mes, 14 desaparecidos son recuperados. 70 contra 14. La estadística no anima, pero Elena les dice a todos: “lo vamos a encontrar”.

La vida, me dice ella, no es igual después de ver un abrazo de reencuentro cuando logra una recuperación. El planeta detenido en un nudo de humanos. Dos personas que no se sueltan porque en ese justo instante reconquistan todo el tiempo perdido. Lágrimas y risas. Un solo abrazo de esos, vale la pena ver.

Eso lo hace Elena. Da consuelo. Tiene contactos con los medios de comunicación y difunde imágenes de los desaparecidos en la tele y los periódicos sin costo para las familias. Y logra recuperaciones.

Pero ella dice que no es para tanto. Que como ella hay muchos otros soldados. Yo digo que ojalá. Y que, si es cierto, hay que buscarlos y hablar de ese ‘ejército del bien’ tan anunciado por Elena. Porque se paran derechos y retan al mundo, demuestran que la indignación y el compromiso sí existen, aún en estos tiempos en que crece el derrotismo y la violencia.

Quien sabe, en una de esas, Elena y otros más nos inspiran… y el ejército crece. Hoy, prefiero creer en la posibilidad. Hay días así.

martes, 22 de marzo de 2011

Elena

Huele a polvo y a enfermos. Un hombre intenta fregar el piso con una sola mano, porque le falta la otra. En realidad sólo distribuye más la mugre en el azulejo blanco con la humedad del trapeador. Esperamos pacientes a que llegue Elena.

Y ahí está, una mujer de ojos hondos. Aprieta la mano cuando saluda. Habla fuerte y habla claro, pero dice que la cámara la pone nerviosa. No le creo. A Elena nada le espanta.

Nos sentamos en el dormitorio principal del asilo para enfermos desamparados que dirige, porque no hay otro espacio en donde se pueda hacer la entrevista. A nuestro lado, Anita, una anciana sorda a la que el cáncer le carcome los órganos sin tregua. Duerme en su cama mientras platicamos, aislada del mundo, refugiada en un profundo silencio.

Entonces me cuenta Elena: en el asilo “Casa Árbol de la Vida” viven enfermos terminales o no, pero siempre abandonados. Contagiados, atacados, infectados... y solos. No tienen a nadie que vea por ellos. Algunos terminan ahí porque sus familiares llegan, tocan el timbre, los dejan tirados en la banqueta y salen corriendo.

Elena abre la puerta y encuentra al inerme en la calle esperando ayuda. No sabe decir que no. Ya no caben en su asilo, pero ¿cómo se le niega techo a un joven con parálisis cerebral del que su familia ya no quiere saber nada?

Y ¿para qué los recibe? Para esperar la muerte. Para ver la vida pasar. Para estar. Poco más puede hacer Elena por ellos. Ella no es doctora, ni tanatóloga, ni enfermera. Sólo está comprometida con los otros.

En este lugar habita la muerte. Pocos la conocen mejor que Elena, porque la muerte es – me dijo – su pan de cada día. La gente pasa años en su asilo, sin proyecto ni horizonte, sólo aguardando el final. A veces, postrados en una misma cama, luchando diariamente contra un dolor insoportable. Y, como es ley de vida, siempre la espera termina.

Sin importar la enfermedad, Elena asegura que la desolación es la que mata. “Sólo que ese es un diagnóstico que los certificados médicos no pueden registrar, pero la gente se muere de tristeza”, dice y le creo.

Larga entrevista. ¿Cómo se mantiene este lugar? ¿Cuántos enfermos abandonados le llegan al mes? ¿Cuántos mueren?

¿Qué piensa de la vida esta mujer que no se deja engañar por la muerte?

Mientras me platica cómo es que su padre abrió este refugio y luego ella lo heredó, yo pienso en la dualidad del lugar. Aquí cohabitan lo peor y lo mejor del hombre: el abandono y el desprecio, con el compromiso y la entrega desinteresada.

Veo a Elena y entiendo que el mundo funciona gracias a un delicado orden. Sólo una delgada hebra sostiene al planeta en una pieza. Sólo el compromiso de unos con otros, un hilo de plata que nos conecta con el bien más allá de todo. Sólo la gente como Elena.

De pronto queda claro. Hay días así.

martes, 1 de marzo de 2011

Un manojo de luz

Todas las mañanas, y luego todas las noches, entramos al mundo de los encabezados y la tinta negra. La tierra de los periódicos y de los noticiarios que traen consigo a los muertos y sus miedos. Información que pudre el ánimo. ¿Algo bueno sucederá en México?, pensamos. Parece ser que negro es el color.

Y como a nadie le gusta vivir sin albor, mejor partimos. ¿Qué se hace en un lugar en el que rige la desgracia? Gabriela Warkentin recuerda la anécdota de un estudiante en una conferencia en donde el profesor preguntaba quiénes se irían de México si pudieran, y sólo dos personas no levantaron la mano. La comunicadora remata diciendo: “¡ya vámonos todos, el último que apague la luz!” (1).

¿Cuál luz?, preguntaría alguno. Si aquí van más de 22 mil muertos por la guerra contra el crimen organizado. Aquí, ser mujer significa tener sólo siete años de escolaridad promedio. Hay 23 millones de personas en este país que viven con 20 pesos al día; y uno de cada cinco mexicanos de entre 25 y 35 años ya se fue a Estados Unidos. Ninguno apagó la luz que no encontró.

Dice Denise Dresser que “México vive obsesionado con el fracaso. Con la victimización. Con todo lo que pudo ser pero no fue. Con lo perdido, lo olvidado, lo maltratado” (2). Y yo digo que no es para menos.

Pero tomar carretera y manejar sin rumbo sugiere lo contrario. Uno lee las noticias mientras allá afuera están los montes y su impertinencia delineando el cielo; un par de nubes blancas acentuando su intenso azul, como si no se enteraran de lo que pasa.

¿En serio nuestro país es sólo un desfile de desdichas? ¿Estamos seguros de que todo es negro? Yo no. Yo veo también a las indígenas otimíes Teresa y Alberta vestidas de colores después de haber estado más de tres años en la cárcel. A las dos se les nota la esperanza y la contagian con la fiesta de sus labios. Ninguna exige dinero para remediar el daño causado por haber estado presas injustamente. Sólo piden lo elemental: una disculpa.

En esa historia veo además a los jóvenes abogados que por convicción defendieron a estas dos mujeres, y a Jacinta, para sacarlas de la prisión inmerecida. Porque no les gusta la prepotencia y no planean limitarse a leerla en los periódicos. Suerte la de uno vivir en el mismo país que ellos.

Suerte la de Ángeles Mastretta prender su tele en el instante en que un joven de Chalco intenta alcanzar sus propiedades que flotan entre las aguas negras y declara al reportero su certeza de salir adelante, después de esa desgracia. Suerte la de uno que puede leer la entrañable prosa de esta escritora narrando al héroe: “un haz de luz que habla en mitad de una catástrofe sin dejar tiempo para una queja. Ni contra la naturaleza, ni contra su destino, ni siquiera contra el gobierno a quien todos culpamos de todo, tiene él un reproche” (3). Sobra decir que tanto las letras de ella como la valentía de él son mexicanas.

México no es sólo el territorio que se pelean los políticos con votos, y los narcos a balazos. Menos aquello que señalan los diarios. “La patria es el sabor de las cosas que comimos en la infancia”, dice un proverbio chino. Por eso los recuerdos también son patria:

Voy con mis hermanos sentado en la caja de la camioneta pick up que duró con mi papá lo que duró mi infancia. Traigo una cachucha puesta y noto que se me está aflojando con el viento mientras avanzamos. Me gusta tentar al destino. Apuesto con mis hermanos a que no se me cae y les divierte la idea. En el fondo, todos queremos que se me caiga y sentirnos traviesos. Al final, sale la gorra volando en espiral hasta caer en mitad del camino. Los tres, alarmados, le gritamos a mi papá con nuestra voz de niño para avisarle de la pérdida y él se orilla con humo en los ojos. No es la primera vez que pasa. A nosotros se nos sale una risita nerviosa, de esas que explotan adentro del cuerpo, sin abrir la boca, para no salir con modalidad de carcajada en medio de un regaño. Bajo corriendo por mi gorra.

Y entre regaños y abrazos está la imagen de mi madre haciéndome cosquillas en la espalda. No le puedo ver la cara por la posición en la que estoy, pero eso es lo de menos. Sus manos tibias y su voz bastan para intentar resolver juntos el mundo.

Tan distinto el mío del de mi abuelo, recargado en el tronco de un fresno, abrumado por le calor de una tarde de trabajo en el campo. “Este condenado árbol ya está desquitando todo el trabajo que le puse”, dice y suelta su aguda y característica risa. Sin duda la sombra de un árbol se agradece más cuando costó cuidarlo. El olor a alfalfa de su ropa, su sabiduría campirana, el ácido en su sentido del humor y lo echado para delante de este viejo de 83 años, igual son patria. Qué duda cabe.

Hay mucho que rescatar. Relatos propios y ajenos que compensan todo lo que no gusta. Cada quien tiene su lista de recuerdos y olores (2). Cada quien sabrá a qué historias acudir para tomar ejemplo y sentirse orgulloso de que en México sí hay luz y no habrá último que la apague.

Simple y llenamente, hay momentos en que el mundo se transparenta y uno ve lo lleno que está el vaso. Hay días así.

mayo 2010


1. Gabriela Warkentin, columna ‘Tribuna’, El País.
2. Denise Dresser, Discurso ‘Los que mueven a México’
3. Ángeles Mastretta, columna ‘Puerto Libre’, Nexos.